Un delicioso librito de memorias

En Memorias de España 1937, Elena Garro nos cuenta las vivencias, anécdotas, sentimientos, impresiones.. de un viaje que hizo a España en compañía de su marido, Octavio Paz, y un grupo de artistas e intelectuales mexicanos para participar en un congreso de escritores antifascistas durante la Guerra Civil.

Para la redacción del libro -publicado por primera vez en 1992-, la autora se basó en las notas de sus cuadernos y diarios. La narradora, ya adulta, mantiene el punto de vista de la joven ingenua que fue -tenía poco más de veinte años en 1937-, que con sentido del humor (a veces) critica los acontecimientos vividos en ese momento.

Comienza así:

Yo nunca había oído hablar de Karl Marx. En casa y en la Facultad de Filisofía y Letras estudiábamos a los griegos, a los romanos, a los franceses, a los románticos alemanes, a los clásicos españoles, a lo mexicanos, pero a Marx, ¡no!; era una educación muy diferente a la de ahora.

México era entonces una ciudad de dos millones de habitantes, llena de parques, árboles, iglesias barrocas, palacios coloniales y edificios modernos. La ciudad era barrida por el viento de la serranía del Ajusco, cuyos árboles veíamos desde nuestros balcones. El cielo era alto y azul y sus crepúsculos espectaculares. Éramos veinte millones de gente tranquila y como decía Salvador Novo, un gran poeta ilustre del grupo de los «Contemporáneos», «Veinte millones de mexicanos no pueden estar equivocados».

Y un poco más adelante:

En aquellos días yo era menor de edad, en España había una guerra civil y en México se daban de bofetadas en la calle los partidarios de uno y otro bando. Los mexicanos acudían a la embajada española para enrolarse en el ejército español. «sí, sí, pero ¿en cuál bando?», preguntaban los funcionarios. «En cualquiera, lo que quiero es ir a matar gachupines», contestaban. Al menos eso se decía…»

En Madrid se lo conté a Rafael Alberti y se echó a reír: «Esta chica, con esa vocecita solo dice barbaridades». Yo sabía más que Rafael Alberti, porque venía de la H. Colonia Española.

Por las páginas de estas memorias, aparecen, además de Octavio Paz y Alberti, poetas como Neruda, León Felipe, Juan Ramón Jiménez, Miguel Hernández, Cernuda, Antonio Machado… Las anécdotas y reflexiones que sobre ellos cuenta la autora son una auténtica delicia. Una muestra es el momento en que habla de César Vallejo, del que copio un fragmento:

Aquel hombre era un hombre aparte, era un poeta. Creo que la poesía va unida a la profundidad de la bondad. Todavía vero su suéter de lana cruda y sus ojos trágicos.

César Vallejo nunca se quejó. Ta vez sabía que el hombre moderno tiene el corazón de piedra y que era inútil pedir socorro. Nosotros no podíamos imaginar la miseria que sufría: los jóvenes. o cuando menos yo, carecen de imaginación para adivinar el sufrimiento y terror que ocasiona el hambre. Yo sentía que Vallejo era desdichado, pero no sabía la causa a pesar de su mirada febril y terriblemente profunda. Vallejo se sabía el elegido de la desdicha. Los mayores conocían a fondo el drama de Vallejo, pero preferían el mutismo y hacerle el vacío. El desdichado nunca tiene razón, siempre es culpable. Eso lo he comprobado a lo largo de mi ya larga vida. Nosotros sabíamos que Neruda no lo quería, pero no imaginábamos que su poder fuera tan grande como para hundir a Vallejo en aquella desgracia. Poco después supe que Vallejo había muerto de hambre en París. ¡De hambre! No era un afrase, era una terrible verdad. Su muerte me produjo una impresión extraña. Los comunistas tenían razón: unos eran demasiado ricos y otros demasiado pobres, y esto se daba hasta entre los propios comunistas.

O el pasaje dedicado a los Machado:

Si alguien había que pudiera ilustrar lo que sucedía en España eran Antonio Machado, su madre y su hermano Manuel, que estaba «del otro lado». Me preocuparon los Machado. Escuché hablar a la viejecita de Manuel con la misma voz con la que se refirió a su otro hijo, Antonio. Era una pequeña figura goyesca, con su falda negra acampanada hasta los tobillos, su blusa negra de manga larga y su pañoleta bien colocada sobre la cabeza y, para mí, la madre de los Machado quedó como la imagen de España, a la que todos iban a fisgar, a comentar, para luego decir. «Yo la he visto…» y después ¡nada! Me disgustó tomar parte en la fila de fisgones y lamenté haber entrado en aquella casa de jardín deshojado y tan callada, tan callada, que volví a Valencia sin palabras… Un tiempo después Finki Araquistáin me contó una y otra vez que los dos murieron caminando en la huida. Fueron muchos los que los vieron a pie, pero nadie se detuvo a recogerlos y llevarlos en su coche… «¡Es un asco, chica!» Sí, la guerra se había perdido y ya no eran útiles.

Si alguna imagen me quedó de España fue la imagen de la madre de Machado, de pie en aquel comedor por el que zumbaban moscas…

No acabaría nunca de copiar hermosos momentos de esta obra, unos irónicos, otros tiernos, otros dramáticos… La mezca de todos ellos hacen de Memorias de España de 1937 una lectura muy recomendable.

Si me hacéis caso y os gusta, os recomiendo también Memoria de la melancolía de María Teresa León, obra que leí hace unos años y que también disfruté.

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